Me llamaron por mi apellido y me lo comunicaron: perdí el examen con dos puntos. Firmé, miré a los profesores con bronca, asco y ganas de patearles sus lindas caras. Después me di media vuelta y me fui sin decir una palabra. Al cerrar la puerta, lo hice con tanta fuerza que el portazo generó que los estudiantes y docentes que andaban en la vuelta miraran el lugar en que se generó el estruendo. Seguramente el ruido se habría escuchado desde el piso de abajo. “¿Y, cómo te fue?” preguntó una compañera que me también lo había dado. “¿Que cómo me fue? ¡Para el orto —respondí con un grito violento—! ¡Para el orto!”. Entonces, cargado de bronca, volví hasta donde estaban los tres profesores. Me miraron con desconcierto. “¿Nada más?” les dije.
—¿Nada más qué?
—preguntó una de las profesoras
—¿Nada más me iban a preguntar? ¿Y todo lo otro que me estudié? ¿No me lo van a preguntar?
—
El examen..
—¿Me lo hicieron estudiar al pedo?
—Mirá, el…
—¡Al pedo, me hicieron estudiar al pedo!
Di media vuelta, se escuchó otro portazo, e ignorando todos los ojos que curioseaban la escena, bajé la escalera y empecé a caminar cada vez más rápido. No disimulé mi cara de culo, pero sí hice lo posible para aguantar las lágrimas. Una docente del liceo se me cruzó en el camino.
—Sebastián —me dijo. La quedé mirando. No podía responder. No por la bronca, o porque no supiera qué decirle. El nudo en la garganta me enmudeció—. ¿Qué pasa —continuó compasiva— , Sebastián? —Me largué a llorar y ella me abrazó con fuerza.
La llené de lágrimas. “Es un exámen, un examen” me decía y me abraza más fuerte. “Un examen” resonó en mí. “Un examen”. Pero a mí no me llenaba de bronca y angustia el examen perdido, ni todo el verano estudiando. A mí me llenaba de angustia y de bronca el hambre y el futuro incierto. “Un examen” repitió y me estrechó más. Sentí cuánto necesitaba ese abrazo, y pensé solamente en que no podía repetir otro año más, que no podía darme el lujo de retrasarme, porque en este juego que no da tregua, llamado pobreza, cualquier error te puede enterrar en el destino de los marginados. Que cualquier error te puede condenar a ser una mano de obra barata, incapaz de escapar de la periferia más turbia.
—Lo vas a preparar mejor —me dijo al rato— y lo vas a salvar. Lo vas a salvar. —Para ese entonces, ya había dejado de llorar y estábamos con esta profesora sentados en el patio del liceo. —Sí… Lo voy a preparar mejor…
Me llamaron por mi apellido y me lo comunicaron: salvé el examen con nueve puntos. Firmé y no pude mirar a los profesores a los ojos. Antes de darme media vuelta, les pedí disculpas por los que había pasado en el examen anterior. Al cerrar la puerta, sentí cómo el terror del futuro incierto de mi pobreza empezó a diluirse, y me prometí desde entonces estudiar y que esa sea mi única preocupación, sabiendo que es lo único que tengo para desenterrarme de la mediocridad en la que vivo.
Ahora ya pasaron unos años de esa anécdota, y la recuerdo un poco avergonzado, aunque no evite sonreírme de mi vieja histeria. No soy ya aquel adolescente violento y miedoso. No le tengo ya miedo al futuro incierto, porque ahora sé que hay cosas peores que un estómago con hambre. Como un corazón sin amor, o una casa sin una biblioteca. Pero sobre todo no le tengo miedo al futuro incierto, porque ahora sé que ese futuro incierto no es tan incierto, y que gracias al sacrificio del estudio y al apoyo de mi familia, desde hace ya mucho tiempo que salí de la mediocridad. No soy aquel, pero necesité serlo para ser quien soy, y sobre todo, necesité de aquellos docentes que me enseñaron a aspirar, soñar y a creer en mí mismo.
—¿No querés terminar el liceo? —le pregunté hace poco a un vecino de mi edad, con quien hace unos años me juntaba todas las madrugadas en una esquina a hacer fogatas y hablar. —Estoy yendo de noche… —¿Cómo te está yendo? —No voy a llegar a cuarto ni loco, ñery. Sabés qué, tenés que tener tremendo bocho para llegar a cuarto. A mí no me da la cabeza como pa’ terminar un libro, ñery. —No te creas… Es estudiar un poquito todos los días. Dale, metele.
Pero no hubo forma de convencerlo. Traté, pero no pude. Al final me di cuenta que desde hacía años, él seguía haciendo lo mismo: juntándose casi todas las noches en una esquina a drogarse, y de vez en cuando, a delinquir, porque adictos y delincuentes no faltan en mi cuadra. Entonces pensé en todos los docentes que tuve que me llenaron de esperanzas cuando en mí solo había hambre e incertidumbre.
—Vos Seba decís eso porque siempre tuviste tremendo bocho y hablás corte con palabras raras —“Ojalá (pensé mirándolo) que esté el suficiente tiempo en el liceo para que pueda creer en sí mismo y aspirar a algo más. Que sepa que él también tiene “tremendo bocho” y que puede hablar corte “con palabras raras”. Que se cruce a los docentes necesarios para vaciar su hambre y violencia, y llenarse de sueños y esperanzas. Porque en estos lugares así, donde nadie aspira a nada, los únicos que nos salvan son ellos, los docentes.
Con el permiso de Sebastián Lanzani. 18 años. Estudiante del IAVA
Fuente: Consejo de Eduación Secundaria